El Bonuar tiene delicadeza, buen gusto y ganas. Uno se divierte arriesgando que pedirá y sin marear al camarero con exceso de preguntas. El espacio es agradable, la barra es generosa, los colores son cálidos, la iluminación, adecuada. Los camareros respetan la intimidad del cliente y saben servir sin demasiado maquinismo ni exceso de protocolos, a veces algo lentos, pero es una característica contagiosa en muchos restaurantes de esta ciudad, no molesta. Seduce la carta de combinados como el martini, una bebida que se prodiga mas bien poco en Medellín, la ginebra, también tiene su momento, y los cocteles clásicos acaparan los pedidos de la mayoría de los comensales. Aconsejar muchos platos, aunque me gusta dejar el interrogante para que el lector lea lo justo y vaya con un saco de curiosidad, sorprende un atinado pulpo bravo y enamora la delicadeza de las cebollitas de cordero, el Gumbo y el Yambalaya no te llevan a la oscuridad cajún de Nueva Orleans pero están perfectamente reinventados, y para eso, reinventar: una crema catalana disfrazada de piña, que le da un punto extra al chef por sus ganas de sorprender y que le gana al resto de los postres, correctos y un poco mas. Otra sorpresa es el solomito con all i oli de aguacate y para beber, te encuentras con la santísima trinidad de cervezas belgas. hay algún pero, las sopas no son sopas, son cremas, las ensaladas no destacan, rompen el equilíbrio del resto de propuestas, y una traición: combinar el jamón serrano con tomates secos rompe por completo el sabor del primero, que desaparece con la superioridad aliñada del segundo, hubiera sido mejor diseñar un buen antipasti del sur italiano con los tomates secos y la simpatía suave del prosciutto, que se deja llevar sin quejas. Los precios no son baratos, un cliente acostumbrado a meterse altas dosis de comida no disfrutará aquí, los platos tienen presencia, ordenados y no marean en demasía. Amor y control gastronómico.